LA IMPORTANCIA DE LEER DE FREIRE PAULO
EDUCATIVO, INFORMATIVO SOBRE LA LECTURA Y SU IMPORTANCIA PARA EL ENRIQUECIMIENTO DEL LENGUAJE
INTERES
viernes, 13 de enero de 2017
domingo, 30 de octubre de 2016
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Informacion docentes venezuela: Constancia Electrónica
CONSULTA DE RECIBO DE PAGO...: Constancia Electrónica CONSULTA DE RECIBO DE PAGO (SISTEMA RR.HH. DEL MPPE
CONSULTA DE RECIBO DE PAGO...: Constancia Electrónica CONSULTA DE RECIBO DE PAGO (SISTEMA RR.HH. DEL MPPE
sábado, 29 de octubre de 2016
LA IMPORTANCIA DE LEER
Por Paulo Freire
Rara ha sido
la vez, a lo largo
de tantos años de
práctica pedagógica, y
por lo tanto política, en que me he permitido la tarea de abrir,
de inaugurar o
de clausurar encuentros o
congresos.
Acepté hacerlo ahora, pero de la manera menos formal posible. Acepté venir aquí para hablar un poco de la importancia del acto de leer.
Me parece indispensable, al tratar de
hablar de
esa importancia, decir algo del
momento mismo en
que me preparaba para estar aquí hoy; decir
algo del proceso en que
me inserté mientras iba escribiendo este texto
que
ahora leo, proceso que implicaba una comprensión crítica
del acto de leer, que no se agota en la descodificación pura de
la palabra escrita o del
lenguaje escrito, sino
que se anticipa y
se prolonga en
la inteligencia del
mundo. La lectura del mundo precede a
la lectura de la palabra, de
ahí
que
la posterior lectura de
ésta
no pueda prescindir de la continuidad de la lectura de aquél. Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del
texto
a ser alcanzada por
su lectura crítica implica la percepción de relaciones entre el
texto y el contexto. Al intentar escribir sobre
la importancia del acto de leer, me sentí llevado –y hasta con gusto– a “releer” momentos de mi práctica, guardados en
la memoria, des- de las experiencias más
remotas de mi infancia, de
mi
adolescencia, de
mi
ju- ventud, en que la importancia del acto de leer se vino constituyendo en
mí.
Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes momentos en
que el acto de
leer
se fue
dando en mi experiencia existencial. Primero, la “lectura” del mundo, del
pequeño mundo en que
me movía; des- pués la lectura de la palabra que no siempre, a
lo largo de mi escolarización, fue la lectura de la “palabra-mundo”.
La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión de
mi acto de “leer” el
mundo particular en que me movía –y
hasta donde no me está
traicio- nando la memoria– me es absolutamente significativa. En este esfuerzo al que me voy
entregando, re-creo y re-vivo, en el texto
que escribo, la experiencia en el momento en
que aún
no leía la palabra. Me veo entonces en la casa mediana en que
nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos como
si fueran gen- te, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y en
sus ramas más dóciles a
mi altura me experimentaba en
riesgos menores que
me
preparaban para riesgos y
aventuras mayores. La vieja
casa, sus
cuartos, su
corredor, su sótano, su
terraza –el lugar de las flores
de mi madre–, la amplia quinta donde se hallaba, todo
eso fue
mi primer mundo. En él gateé,
balbuceé, me erguí, ca- miné,
hablé. En verdad, aquel mundo especial se me daba como
el mundo de mi actividad perceptiva, y
por eso mismo como
el mundo de mis primeras lec- turas. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto –en cuya per- cepción me probaba, y cuanto más
lo hacía,
más
aumentaba la capacidad de percibir– encarnaban una
serie
de cosas, de objetos,
de señales, cuya
compren- sión
yo iba aprendiendo en mi trato con ellos, en mis relaciones mis hermanos mayores y con mis padres.
Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban en
el canto de
los
pájaros: el del sanbaçu,
el del
olka-pro-caminho-quemvem, del bem-te-vi, el del
sabiá; en la danza de las copas de los árboles sopladas por fuer- tes
vientos que anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las aguas de la lluvia jugando a la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también en el silbo del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color del follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de las rosas, de los jazmines–, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la tona- lidad diferente de
colores
de una misma fruta en
distintos momentos: el verde del mango-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango maduran- do, las pintas negras del mango ya
más que
maduro. La relación entre esos co- lores,
el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra manipulación y
su sabor. Fue en esa
época,
posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer,
aprendí la significación del acto de palpar.
De aquel contexto formaban parte además los animales: los
gatos
de la familia, su
manera mañosa de enroscarse en
nuestras piernas, su maullido de súplica o de rabia;
Joli, el viejo perro negro de mi padre, su mal humor cada vez que
uno de
los
gatos incautamente se aproximaba demasiado al lugar donde estaba comiendo y que era suyo;
“estado de espíritu”, el
de Joli en tales momen- tos, completamente diferente del de
cuando casi
deportivamente perseguía, acorralaba y
mataba a uno de los zorros responsables de la desaparición de las gordas gallinas de mi abuela.
De aquel contexto –el del
mi mundo inmediato– formaba parte, por otro lado,
el universo del
lenguaje de
los
mayores, expresando sus creencias, sus gustos, sus recelos,
sus valores. Todo
eso ligado a contextos más
amplios que el del mi mundo inmediato y
cuya existencia yo no podía ni siquiera sospechar.
En el esfuerzo por retomar la infancia distante, a que ya he hecho refe- rencia, buscando la comprensión de mi acto de leer el mundo particular en que me movía, permítanme
repetirlo, re-creo, re-vivo, la experiencia vivida en
el momento en
que
todavía no leía la palabra. Y
algo que me parece importante, en
el contexto general de
que vengo hablando, emerge ahora insinuando su presencia en el cuerpo general de estas reflexiones. Me refiero a mi miedo de las almas en pena cuya presencia entre nosotros era permanente objeto
de las con- versaciones de los mayores, en el tiempo de mi infancia. Las almas en pena ne- cesitaban de la oscuridad o la semioscuridad para aparecer, con las formas más diversas: gimiendo el dolor de sus culpas, lanzando carcajadas burlonas, pi- diendo oraciones o indicando el escondite de ollas. Con todo, posiblemente has- ta mis siete años en el barrio de Recife en que nací iluminado por faroles que se perfilaban con cierta dignidad por las calles. Faroles elegantes que, al caer la noche, se “daban” a la vara mágica de quienes los encendían. Yo acostumbraba acompañar, desde el portón de mi casa, de lejos, la figura flaca del “farolero” de mi calle, que venía viniendo, andar cadencioso, vara iluminadora al hombro, de farol en farol, dando luz a la calle. Una luz precaria, más precaria que la que teníamos dentro de la casa. Una luz mucho más tomada por las sombras que iluminadora de ellas.
No había mejor clima para travesuras de las alma que aquél. Me acuerdo de las noches en que, envuelto en mi propio miedo, esperaba que el tiempo pa- sara, que la noche se fuera, que la madrugada semiclareada fuera llegando, tra- yendo con ella el canto de los pajarillos “amanecedores”.
Mis temores nocturnos terminaron por aguzarme, en las mañanas abier- tas, la percepción de un sinnúmero de ruidos que se perdía en la claridad y en la algaraza de los días y resultaban misteriosamente subrayados en el silencio profundo de las noches.
Pero en la medida en que fui penetrando en la intimidad de mi mundo, en que lo percibía mejor y lo “entendía” en la lectura que de él iba haciendo, mis temores iban disminuyendo.
Pero, es importante decirlo, la “lectura” de mi mundo, que siempre fun- damental para mí, no hizo de mí sino un niño anticipado en hombre, un racio- nalista de pantalón corto. La curiosidad del niño no se iba a distorsionar por el simple hecho de ser ejercida, en lo cual fui más ayudado que estorbado por mis padres. Y fue con ellos, precisamente, en cierto momento de esa rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato, sin que esa comprensión significara animadversión por lo que tenía encantadoramente misterioso, que comencé a ser introducido en la lectura de la palabra. El desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la “lectura” del mundo particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a él. Fui alfabetizado en el suelo de la quinta de mi casa, a la sombra de los mangos, con palabras de mi mundo y no del mundo mayor de mis padres. El suelo mi pizarrón y las ramitas fueron mis tizas.
Es por eso por lo que, al llegar a la escuelita particular de Eunice Vascon- celos, cuya desaparición reciente me hirió y me dolió, y a quien rindo ahora un homenaje sentido, ya estaba alfabetizado. Eunice continúo y profundizó el tra- bajo de mis padres. Con ella, la lectura de la palabra, de la frase, de la oración, jamás significó una ruptura con la “lectura” del mundo. Con ella, la lectura de la palabra fue la lectura de la “palabra-mundo”.
La palabra ladrillo,
por ejemplo, se insertaría en
una representación pic- tórica,
la de un grupo de
albañiles, por ejemplo, construyendo una casa. Pero, antes de la devolución, en forma escrita, de la palabra oral de los grupos popu- lares, a ellos,
para el
proceso de su aprehensión y no de su memorización me-cánica,
solíamos desafiar a los
alfabetizandos con un
conjunto de situaciones codificadas de
cuya descodificación o
“lectura” resultaba la percepción crítica de lo que
es la cultura, por
la comprensión de la práctica o
del trabajo humano, transformador del mundo, En el
fondo, ese
conjunto de representaciones de situaciones concretas posibilitaba a los
grupos populares una “lectura” de la “lectura” anterior del mundo, antes de la lectura de la palabra.
Hace poco tiempo, con profundo emoción, visité la casa donde nací. Pisé el mismo suelo en que me erguí, anduve, corrí, hablé
y aprendí a
leer. El mismo mundo, el
primer mundo que
se dio a mi comprensión por la “lectura” que de él fui haciendo. Allí reecontré algunos de los árboles de mi infancia. Los recono- cí sin dificultad. Casi abracé los gruesos troncos –aquellos jóvenes troncos de mi infancia. Entonces, una
nostalgia que suelo llamar mansa o bien educada, sa- liendo del suelo, de los árboles, de la casa, me envolvió cuidadosamente. Dejé la casa contento, con la alegría de quien reencuentra personas queridas.
Continuando en ese esfuerzo de “releer” momentos fundamentales de experiencias de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la com- prensión crítica de la importancia del acto de leer se fue constituyendo en
mí a través de su práctica, retomo el tiempo en que,
como alumno del llamado curso secundario, me ejercité
en
la percepción crítica
de los
textos
que
leía en clase, con la colaboración, que hasta
hoy recuerdo, de mi entonces profesor de lengua portuguesa.
No eran, sin embargo, aquellos momentos puros ejercicios de
los que resultase un simple darnos cuenta de la existencia de una página escrita delante de nosotros que debía ser cadenciada, mecánica y
fastidiosamente “deletrada” en lugar de realmente leída. No
eran
aquellos momentos “lecciones de
lectura” en el sentido tradicional esa
expresión. Eran
momentos en
que los
textos se ofrecían
a nuestra búsqueda inquieta, incluyendo la del entonces joven
profesor José Pessoa. Algún tiempo después, como profesor también de portugués, en mis veinte años,
viví intensamente la importancia del acto de leer y de escribir, en el fondo imposibles de dicotomizar, con
alumnos de
los primeros años del entonces llamado curso
secundario. La conjugación, la sintaxis de concordancia, el problema de la contradicción, la enciclisis pronominal, yo
no reducía nada de eso a tabletas de
conocimientos que los estudiantes debían
engullir. Todo eso, por
el contrario, se proponía a la curiosidad de los alumnos de manera dinámi- ca y viva, en el cuerpo mismo de textos, ya de autores que
estudiábamos, ya
de ellos mismos, como
objetos
a desvelar y
no como algo parado cuyo perfil yo describiese. Los alumnos no tenían que memorizar mecánicamente la descrip- ción del
objeto,
sino aprender su significación profunda.
Sólo aprendiéndola serían capaces de saber,
por eso, de
memorizarla, de fijarla. La memorización mecánica de la descripción
del objeto no se constituye en conocimiento del obje- to. Por
eso es que la lectura de un
texto, tomado como pura descripción de un objeto
y hecha en el sentido de memorizarla, ni es real lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el conocimiento de que habla el texto.
Creo que
mucho de
nuestra insistencia, en cuanto profesores y profeso- ras, en
que
los estudiantes “lean”, en un
semestre, un
sinnúmero de capítulos de libros,
reside en
la comprensión errónea que a veces tenemos del
acto de leer. En mis andanzas por el mundo, no fueron pocas
las veces en que los jóve- nes estudiantes me hablaron de su lucha con extensas bibliografías que eran mucho más
para ser “devoradas” que para ser leídas o
estudiadas. Verdaderas “lecciones de lectura” en el sentido más tradicional de
esta
expresión, a que se hallaban sometidos en nombre de
su formación científica y
de las que debían rendir cuenta a través del
famoso control de lectura. En algunas ocasiones lle- gué incluso a ver, en relaciones bibliográficas, indicaciones sobre
las páginas
de este o aquel capítulo de
tal o cual libro
que
debían leer: “De la página 15 a la
37”.
La insistencia en la cantidad de lecturas sin
el adentramiento debido en los textos a ser comprendidos, y
no mecánicamente memorizados, revela una visión mágica de la palabra escrita. Visión
que
es urgente superar. La misma, aunque encarnada desde otro
ángulo, que se encuentra, por
ejemplo, en quien escribe, cuando identifica la posible calidad o falta
de calidad de su trabajo con la cantidad páginas escritas. Sin embargo, uno
de los
documentos filosóficos más importantes que disponemos, las Tesis sobre Feuerbach de
Marx,
ocupan apenas dos páginas y media...
Parece importante, sin embargo, para evitar una comprensión errónea de lo que
estoy
afirmando, subrayar que mi
crítica
al hacer mágica la palabra no significa, de manera alguna, una
posición poco
responsable de mi parte con re- lación
a la necesidad que tenemos educadores y
educandos de leer,
siempre y
seriamente, de leer los clásicos en tal o cual campo del saber,
de adentrarnos en los textos,
de crear
una
disciplina intelectual, sin la cual es posible nuestra prác- tica en cuanto profesores o
estudiantes.
Todavía dentro del momento bastante rico de mi experiencia como
pro- fesor
de lengua portuguesa, recuerdo, tan
vivamente como si fuese
de ahora y no de un ayer ya remoto, las veces en que me demoraba
en el análisis de un tex- to de Gilberto Freyre, de Lins do Rego,
de Graciliano Ramos, de Jorge
Amado. Textos que yo llevaba de mi casa y que iba leyendo con los estudiantes, subra- yando aspectos de su sintaxis estrechamiento ligados, con el buen gusto de su lenguaje. A aquellos análisis añadía comentarios sobre las necesarias diferencias entre el portugués de Portugal y el portugués de Brasil.
Vengo tratando de dejar claro, en
este trabajo en torno a
la importancia del
acto de
leer –y no es demasiado repetirlo ahora–, que
mi
esfuerzo funda- mental viene siendo el de explicar cómo, en
mí, se ha
venido destacando esa importancia. Es como
si estuviera haciendo la “arqueología” de
mi
compren- sión
del complejo acto de leer,
a lo largo de
mi experiencia existencial. De ahí que haya
hablado de momentos de mi infancia, de mi adolescencia, de los co- mienzos de mi
juventud, y termine ahora reviendo, en
rasgos generales, algu- nos de los aspectos centrales de la proposición que hice hace algunos años en el campo de la alfabetización de adultos.
Inicialmente me
parece interesante reafirmar
que siempre vi la alfabeti- zación de adultos como un
acto político y como un
acto de conocimiento, y
por eso mismo un acto
creador. Para
mí sería imposible de comprometerme en un trabajo de memorización mecánica de
ba-be-bi-bo-bu, de
la-le-li-lo-lu. De
ahí que
tampoco pudiera reducir la alfabetización a
la pura enseñanza de
la pala- bra, de las
sílabas o de
las letras. Enseñanza en cuyo proceso el alfabetizador iría
“llenando” con sus palabras las cabezas supuestamente “vacías” de los al- fabetizandos. Por el contrario, en cuanto acto de conocimiento y
acto creador, el proceso de la alfabetización tiene,
en el alfabetizando, su sujeto. El hecho
de que éste necesite de la ayuda del
educador, como ocurre en cualquier acción
peda- gógica, no significa que la ayuda del educador deba anular su creatividad y
su responsabilidad en
la creación de su
lenguaje escrito
y en la lectura de su len- guaje. En realidad, tanto el
alfabetizador como el alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto,
como lo hago ahora con el que tengo entre los dedos, sienten
el objeto, perciben el objeto
sentido y
son capaces de expresar verbalmente el objeto
sentido y
percibido. Como yo, el analfabeto es
capaz de sentir la pluma, de percibir la pluma, de decir
la pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la pluma, sino además de escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La alfabetización es la creación o
el montaje de la expresión escrita de la expre- sión oral. Ese montaje no lo puede hacer
el educador para los educandos, o
so- bre ellos. Ahí tiene él un momento de su tarea creadora.
Me parece innecesario extenderme más, aquí y ahora, sobre
lo que
he desarrollado, en
diferentes momentos, a
propósito de la complejidad de
este proceso. A un punto, sin embargo, aludido varias veces en este texto, me gusta- ría volver, por la significación que
tiene para la comprensión crítica
del acto de leer y, por
consiguiente, para la propuesta de alfabetización a
que me he consa- grado. Me refiero a
que la lectura del mundo precede siempre a
la lectura de la palabra y la lectura de ésta implica la continuidad de la lectura de aquél. En la propuesta a
que hacía referencia hace
poco,
este
movimiento del mundo a la palabra y de la palabra al mundo está
siempre presente. Movimiento en que la palabra dicha fluye
del mundo mismo a través de la lectura que
de él hacemos. De alguna manera, sin embargo, podemos ir más
lejos y decir que la lectura de la palabra no es sólo
precedida por la lectura del mundo sino
por cierta
forma de “escribirlo” o
de “rescribirlo”, es decir de transformarlo a
través de nuestra práctica consciente.
Este movimiento dinámico es uno de los aspectos centrales, para mí, del proceso de alfabetización. De ahí que siempre haya
insistido en que las palabras con que organizar el programa de
alfabetización debían provenir del universo vocabular de los grupos populares, expresando su verdadero lenguaje, sus an- helos, sus
inquietudes, sus reivindicaciones, sus
sueños. Debían
venir cargadas de la significación de su experiencia existencial y
no de la experiencia del edu- cador. La investigación de lo que llamaba el universo vocabular nos daba así las palabras del Pueblo, grávidas de mundo. Nos
llegaban a través de la lectura del mundo que hacían los grupos populares. Después volvían
a ellos, insertas en lo que llamaba y llamo
codificaciones, que son representaciones de la realidad.
Esta “lectura” más
crítica
de la “lectura” anterior menos crítica
del mun- do permitía a los grupos populares, a
veces en posición fatalista frente a las in- justicias, una comprensión diferente de su indigencia.
Es en este sentido que la lectura crítica de
la realidad, dándose en un proceso de
alfabetización o
no, y asociada sobre
todo a ciertas prácticas clara- mente políticas de movilización y
de organización, puede constituirse en un instrumento para lo que Gramsci llamaría acción contrahegemónica.
Concluyendo estas
reflexiones en
torno a
la importancia del acto de leer, que implica siempre percepción crítica, interpretación y
“reescritura” de lo leí- do, quisiera decir que, después de vacilar un
poco,
resolví adoptar el
procedi- miento que
he utilizado en el tratamiento del tema,
en consonancia con mi for- ma de ser y con lo que puedo hacer.
Finalmente, quiero felicitar a quienes idearon y organizaron este congre- so. Nunca, posiblemente, hemos necesitado tanto de encuentros como éste,
co- mo ahora.
12 de noviembre de 1981
En Freire, Paulo (1991), La importancia de leer y el proceso de liberación, México, Siglo
XXI Editores.
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