INTERES

sábado, 29 de octubre de 2016

LA IMPORTANCIA DE LEER
                   
Por Paulo Freire



Rara  ha  sido  la vez,  a lo largo  de  tantos años  de  práctica pedagógica, y por lo tanto política, en que me he permitido la tarea de abrir,  de inaugurar o de clausurar encuentros o congresos.
Acepté hacerlo ahora, pero  dla manera menos formal posible. Acepté venir aquí  para hablar un poco de la importancia del acto de leer.

Me  parece indispensable, al  tratar de  hablar de  esa  importancia, decir algo  del  momento mismo en que  me preparaba para estar  aquí  hoy;  decir  algo del proceso en que  me inserté mientras iba escribiendo este texto  que  ahora leo, proceso que  implicaba una  comprensión ctica  del acto de leer, que  no se agota en la descodificación  pura de  la palabra escrita o del  lenguaje escrito, sino  que se anticipa y se prolonga en  la inteligencia del  mundo. La lectura del  mundo precede a llectura de  lpalabra, de  ahí  que  lposterior lectura de  ésta  no pueda prescindir de la continuidad de la lectura de aquél. Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del  texto  a ser  alcanzada por  su lectura ctica  implica la percepción de relaciones entre el texto  y el contexto. Al intentar escribir sobre  la importancia del acto de leer, me sentí  llevado –y hasta con gusto– a releer” momentos de mi práctica, guardados en la memoria, des- de  las  experiencias más  remotas de  mi  infancia, de  mi  adolescencia, de  mi  ju- ventud, en que la importancia del acto de leer se vino constituyendo en mí.

Al ir escribiendo este texto,  iba yo tomando distancia” de los diferentes momentos en  que  el acto  de  leer  sfue  dando en  mi  experiencia existencial. Primero, la lectura” del  mundo, del  pequeño mundo eque  me  movía; des- pués la lectura de la palabra quno siempre, a lo largo  de mi escolarización, fue la lectura de la palabra-mundo”.

La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión de  mi acto  de “leer” el mundo particular en que  me movía –y hasta donde no me está  traicio- nando la memoria me  es absolutamente significativa. En este  esfuerzo al que me voy  entregando, re-creo  y re-vivo, en el texto  que  escribo, la experiencia en el momento en que  aún  no leía la palabra. Me veo entonces en la casa mediana en que  nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos como  si fueran gen- te, tal era  la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y en  sus  ramas más dóciles a mi  altura me  experimentaba en  riesgos menores que  me  preparaban para riesgos y aventuras mayores. La  vieja  casa,  sus  cuartos, su  corredor, ssótano, su terraza el lugar de las flores  de mi madre, la amplia quinta donde se hallaba, todo  eso fue  mi primer mundo. En él gateé,  balbuc, me  erguí, ca- miné,  hablé.  En verdad, aquel mundo especial se me  daba como  el mundo de mi actividad perceptiva, y por  eso mismo como  el mundo de miprimeras lec- turas. Los textos, las palabras”, las letras de  aquel contexto en cuya  per- cepción me  probaba, y cuanto más  lo hacía,  más  aumentaba lcapacidad de percibir– encarnaban una  serie  de cosas,  de objetos,  dseñales, cuya  compren- sión  yo iba aprendiendo en mi trato con ellos,  en mis  relaciones mihermanos mayores y con mis padres.

Los textos, las palabras”, las letras de aquel contexto se encarnaban en  el canto  de  los  pájaros: el del  sanbaçu,  el del  olka-pro-caminho-quemvem, del bem-te-vi, el del  sabiá; en la danza de las copas  de los árboles sopladas por  fuer- tes  vientos que  anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las  aguas de  la lluvia jugando a la geografía, inventando lagos,  islas, ríos, arroyos. Los textos, las palabras, las letras de aquel contexto se encarnaban también en el silbo del viento, en las nubes del cielo, en sus colores,  en sus movimientos; en el color del follaje, en la forma de las hojas,  en el aroma de las hojas de las rosas,  de los jazmines, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la tona- lidad diferente de  colores  de  una  misma fruta en distintos momentos: el verde del mango-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango maduran- do,  las pintas negras del  mango ya más  que  maduro. La relación entre esos  co- lores,  el desarrollo del  fruto, su  resistencia a nuestra manipulación y ssabor. Fue  en  esa  época,  posiblemente, que  yo,  haciendo y viendo hacer,  aprendí la significación del acto de palpar.
De aquel contexto formaban parte además los  animales:  los  gatos  de  la familia, su  manera mañosa de  enroscarse en  nuestras piernas, su  maullido de súplica o de rabia;  Joli, el viejo perro negro de mi padre, su mal humor cada  vez que  uno  de  los  gatos  incautamente se aproximaba demasiado al lugar donde estaba comiendo y que era suyo;  estado de espíritu, el de Joli en tales  momen- tos,  completamente  diferentdel  de  cuando casi  deportivamente perseguía, acorralaba y mataba a uno  de los zorros responsables de la desaparición de las gordas gallinas de mi abuela.

De aquel contexto el del  mi mundo inmediato– formaba parte, por  otro lado,  el universo del  lenguaje de  los  mayores, expresando sus  creencias, sus gustos, sus recelos,  sus valores. Todo  eso ligado a contextos más  amplios que  el del mi mundo inmediato y cuya  existencia yo no podía ni siquiera sospechar.

En el esfuerzo por  retomar la infancia distante, a que  ya he hecho  refe- rencia, buscando la comprensión de mi acto de leer el mundo particular en que me  movía, permítanme  repetirlo, re-creo, re-vivo, la  experiencia vivida en  el momento en  que  todavía no leía la palabra. Y algo  que  me  parece importante, en  econtexto general de  que  vengo hablando, emerge ahora insinuando su presencia en el cuerpo general de estas  reflexiones. Me refiero a mi miedo de las almas en pena cuya  presencia entre nosotros era permanente objeto  de las con-versaciones de los mayores, en el tiempo de mi infancia. Las almas en penne- cesitaban de la oscuridad o la semioscuridad para aparecer, con las formas más diversas: gimiendo el  dolor d su culpas, lanzando carcajadas burlonas, pidiendo oraciones o indicando el escondite de ollas. Con todo,  posiblemente hasta mis siete  años  en el barrio de Recife en qu nací iluminado po faroles qu sperfilaban con  ciert dignidad po las  calles Faroles elegantes que al caer  lnoche, se daban a la vara  mágicde quienes los encendían. Yo acostumbraba acompañar, desde el portón de mi casa, de lejos, la figura flaca del farolero” de mi calle, que  venía viniendo, andar cadencioso, vara  iluminadora al hombro, dfaro en  farol dando luz   a la calle Un lu precaria, má precaria qu la quteníamos dentro d la casa Un lu mucho más  tomada po las  sombras quiluminadora de ellas.

No había mejor  clim para travesuras de las alm qu aquél. Me acuerdde las noches en que envuelto en mi propio miedo, esperaba qu el tiempo pa- sara,  qu la noch se fuera, qu la madrugada semiclareada fuera llegando, tra- yendo con ella el cant de los pajarillos “amanecedores”.

Mis temores nocturnos terminaron por  aguzarme, en las mañanas abier- tas,  la percepción de u sinnúmero de ruidos qu se perdía en la claridad y en la algaraza d los  días  y resultaban misteriosamente subrayados en  el silenciprofundo de las noches.

Pero  en la medida en qu fui penetrando en la intimidad d mi mundoe qu lo percibía mejor  y lo “entendía” en  la lectura qu d él iba  haciendo, mis temores iban  disminuyendo.

Pero,  es importante decirlo, la lectura” d mi mundo, qu siempre fundamental para mí, no hizo  de  sin u niñ anticipado en hombre, u racio- nalista de pantalón corto.  La curiosidad del  niñ no se iba a distorsionar por  esimple hech de ser ejercida, en lo cual  fui más  ayudado qu estorbado por  mipadres. Y fue con ellos, precisamente, en ciert momento de esa rica experiencid comprensión d mi  mundo inmediato, si qu esa  comprensión significara animadversión po lo qu tenía  encantadorament misterioso, qu comencé ser introducido en la lectura de la palabra. El desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la lectura” del mundo particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a él. Fui  alfabetizado e el suel d la quinta d m casa a lsombra d los mangos, con  palabras d m mundo y no  del  mundo mayor de mis padres. El suel mi pizarrón y las ramitas fueron mi tizas.

Es por  eso por  lo que,  al llegar  a la escuelita particular de Eunic Vasconcelos, cuy desaparición reciente me hirió  y me dolió y a quien rindo ahora uhomenaje sentido, ya estaba alfabetizado. Eunic continúo y profundi el tra- bajo de mi padres. Con  ella, la lectura de la palabra, de la frase de la oración, jamás  significó un ruptura con la lectura” de mundo. Co ella, la lectura dla palabra fue la lectura de la palabra-mundo”.
Hace  poco  tiempo, con profundo emoción, visité  la casa donde nací. Pisé el mismo suelo  en que me erguí, anduve, corrí,  hablé  y aprendí a leer. El mismo mundo, el primer mundo que  se dio  a mi comprensión por  la lectura” que  de él fui haciendo. Allí reecont algunos de los árboles de mi infancia. Los recono- cí sin dificultad. Casi abracé los gruesos troncos aquellos jóvenes troncos de mi infancia. Entonces, una  nostalgia qusuelo  llamar mansa o bien  educada, sa- liendo del suelo,  de los árboles, de la casa, me envolvió cuidadosamente. Dejé la casa contento, con la alegría de quien reencuentra personas queridas.

Continuando en  esesfuerzo de  “releer” momentos fundamentales de experiencias de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en qula com- prensión crítica  de la importancia del  acto de leer se fue constituyendo en mí a través de su pctica, retomo el tiempo en que,  como  alumno del llamado curso secundario, me  ejercité  en  la percepción ctica  de  los  textos  que  leía  en  clase, con la colaboración,  que hasta hoy recuerdo, de mi entonces profesor de lengua portuguesa.

No  eran,   sin  embargo, aquellos momentos puros ejercicios  de  los  que resultase un simple darnos cuenta de la existencia de una  página escrita delante de  nosotros que  debía ser  cadenciada, mecánica y fastidiosamente deletrada” en lugar de  realmente leída. No  eran  aquellos momentos lecciones de  lectura” en  el  sentido tradicional esa  expresión. Eran  momentos en  que  los  textos   se ofrecían a nuestra búsqueda inquieta, incluyendo la del entonces joven  profesor José Pessoa. Algún tiempo después, como  profesor también de  portugués, en mis  veinte años,  vi intensamente la importancia del acto de leer y de escribir, en  el fondo imposibles de  dicotomizar, con  alumnos de  los primeros años  del entonces llamado curso  secundario. La conjugación, la sintaxis de concordancia, el problema de la contradicción, la enciclisis pronominal, yo no reducía nada de eso  a tabletas de  conocimientos que  los estudiantes debían engullir. Todo  eso, por  el contrario, se proponía a la curiosidad de los alumnos de manera dinámi- ca y viva,  en el cuerpo mismo de textos,  ya de autores que  estudiábamos, ya de ellos  mismos, como  objetos  a desvelar y ncomo  algo  parado cuyo  perfil  yo describiese. Los alumnos ntenían que  memorizar mecánicamente la descrip- ción  del  objeto,  sino  aprender su  significación profunda.  Sólo  aprendiéndola serían capaces de  saber,  por  eso,  de  memorizarla, de  fijarla.  La memorización mecánica de la descripción del objeto no se constituye en conocimiento del obje- to. Por  eso es que  la lectura de  un  texto,  tomado como  pura descripción de un objeto  y hecha en el sentido de memorizarla, ni es real lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el conocimiento de que habla el texto.

Creo  que  mucho de  nuestra insistencia, en cuanto profesores y profeso- ras,  en  que  los estudiantes lean, en  un  semestre, un  sinnúmero de  capítulos de  libros,  reside en  la  comprensión ernea que  a veces  tenemos del  acto  de leer. En mis  andanzas por  el mundo, no fueron pocas  las veces  en que  los jóve- nes  estudiantes me  hablaron de  slucha con  extensas bibliografías que  eran mucho más  para ser devoradas que  para ser leídas o estudiadas. Verdaderas “lecciones de lectura” en el sentido más  tradicional de  esta  expresión, a que  shallaban sometidos en  nombre de  su  formación científica y de  las  que  debían rendir cuenta a través del  famoso control de  lectura. En algunas ocasiones lle- gué  incluso a ver, en relaciones bibliográficas, indicaciones sobre  las páginas de este  o aquel capítulo de  tal  o cual  libro  que  debían leer:  De  la página 15 a la
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La insistencia en  la cantidad de  lecturas sin  el adentramiento debido en lotextos  a ser  comprendidos, y no  mecánicamente memorizados, revela una visión gica dla palabra escrita. Visión  que  es urgente superar. La misma, aunque encarnada desde otro  ángulo, que  se encuentra, por  ejemplo, equien escribe,  cuando identifica la posible calidad o falta  de calidad de su trabajo con la  cantidad páginas escritas. Sin  embargo, uno  de  los  documentos filosóficos más  importantes que  disponemos, laTesis sobre Feuerbach de  Marx,  ocupan apenas dos páginas y media...

Parece  importante, sin embargo, para evitar una  comprensión errónea de lo que  estoy  afirmando, subrayar que  mi  crítica  al hacer  gica la palabra no significa, de manera alguna, una  posición poco  responsable de mi parte con re- lación  a la necesidad que  tenemos educadores y educandos dleer,  siempre y seriamente, de leer los clásicos  en tal o cual  campo del saber,  de adentrarnos en los textos,  de crear  una  disciplina intelectual, sin la cual es posible nuestra prác- tica en cuanto profesores o estudiantes.

Todavía dentro del  momento bastante rico de  mi experiencia como  pro- fesor  de  lengua portuguesa, recuerdo, tan  vivamente como  si fuese  de  ahora y no de un ayer  ya remoto, las veces en que me demoraba en el análisis de un tex- to de Gilberto Freyre, de Lindo  Rego,  de Graciliano Ramos, de Jorge  Amado. Textos  que  yo llevaba de mi casa  y que  iba leyendo con los estudiantes, subra- yando aspectos de  su sintaxis estrechamiento ligados, con  el buen gusto de  su lenguaje. A aquellos análisis añadía comentarios sobre  las necesarias diferencias entre el  portugués de Portugal y el portugués de Brasil.

Vengo  tratando de  dejar  claro,  en  este  trabajo en  torno a la importancia del  acto  de  leer  y no  es demasiado repetirlo ahora, que  mi  esfuerzo funda- mental viene  siendo el de  explicar cómo,  en  mí,  se ha  venido destacando esa importancia. Es como  si estuviera haciendo la “arqueología” de  mi  compren- sión  del  complejo acto  de  leer,  a lo largo  de  mi  experiencia existencial. De ahí que  haya  hablado de  momentos de  minfancia, de  mi adolescencia, de  los co- mienzos de  mi  juventud, y termine ahora reviendo, en  rasgos generales, algu- nos de los aspectos centrales de la proposición quhice hace algunos años  en el campo de la alfabetización de adultos.

Inicialmente mparece interesante reafirmar que  siempre vi la alfabeti- zación de adultos como  un  acto político y como  un  acto de conocimiento, y por eso mismo un  acto  creador. Para  mí sería  imposible dcomprometerme en un trabajo  de  memorización mecánica de  ba-be-bi-bo-bu, de  la-le-li-lo-lu. De  ahí que  tampoco pudiera reducir la alfabetización a la pura enseñanza de  la pala-bra,  de  las  sílabas o de  las  letras. Enseñanza en  cuyo  proceso el alfabetizador iría  llenando con  sus  palabras las cabezas supuestamente “vacías de  los al- fabetizandos. Por el contrario, en cuanto acto de conocimiento y acto creador, el proceso de la alfabetización tiene,  en el alfabetizando, su sujeto.  El hecho  de que éste  necesite de la ayuda del  educador, como  ocurre en cualquier acción  peda- gógica,  no significa que  la ayuda del  educador deba anular su creatividad y su responsabilidad en la creación de  su  lenguaje escrito  y en la lectura de  su  len- guaje.  En  realidad, tanto el alfabetizador como  el alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto,  como  lo hago  ahora con el que tengo entre los dedos, sienten el objeto,  perciben el objeto  sentido y son  capaces de  expresar verbalmente el objeto  sentido y percibido. Como  yo, el analfabeto es capaz de sentir la pluma, de percibir la pluma, de  decir  la pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la pluma, sino  además de escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La alfabetización es la creación o el montaje de la expresión escrita de la expre- sión  oral.  Ese montaje no lo puede hacer  el educador para los educandos, o so- bre ellos. Ahí tiene  él un momento de su tarea creadora.

Me  parece innecesario extenderme s,  aquí  y ahora, sobre  lque  he desarrollado, en  diferentes momentos, a propósito de  lcomplejidad de  este proceso. A un punto, sin embargo, aludido varias veces en este texto,  me gusta- ría volver, por  la significación que  tiene  para la comprensión ctica  del acto de leer y, por  consiguiente, para la propuesta de alfabetización a que  me he consa- grado. Me refiero a que  la lectura del mundo precede siempre a la lectura de la palabra y la lectura de éstimplica la continuidad de la lectura de aquél. En la propuesta a que  hacía  referencia hace  poco,  este  movimiento del  mundo a la palabra y de la palabra al mundo está  siempre presente. Movimiento en que  la palabra dicha fluye  del mundo mismo a través de la lectura que  de él hacemos. De alguna manera, sin embargo, podemos ir más  lejos y decir  que  la lectura de la palabra no es sólo  precedida por  la lectura del  mundo sino  por  cierta  forma de  “escribirlo o de  “rescribirlo”, es decir  dtransformarlo a través dnuestra práctica consciente.

Este movimiento dinámico es uno  de los aspectos centrales, para mí, del proceso de alfabetización. De ahí que siempre haya  insistido en que las palabras con  que  organizar el programa de  alfabetización debían provenir del  universo vocabular dlos grupos populares, expresando su verdadero lenguaje, sus  an- helos,  sus  inquietudes, sus  reivindicaciones, sus  sueños. Debían venir cargadas de la significación de su experiencia existencial y no de la experiencia del  edu- cador. La investigación de lo que llamaba el universo vocabular nos daba así las palabras del Pueblo, grávidas de mundo. Nos  llegaban a través de la lectura del mundo que  hacían los grupos populares. Después volvían a ellos, insertas en lo que llamaba y llamo  codificaciones, que son representaciones de la realidad.

La palabra ladrillo, por  ejemplo, se insertaría en una  representación pic- tórica,  la dun  grupo de  albañiles, por  ejemplo, construyendo una  casa.  Pero, antes de la devolución, en forma escrita, de la palabra oral  de los grupos popu- lares a ellos,  para el proceso de su aprehensión y no de su memorización me-cánica,  solíamos desafiar los  alfabetizandos con  un  conjunto de  situaciones codificadas de  cuya  descodificación o lectura” resultaba la percepción ctica de lo que  es la cultura, por  la comprensión de la práctica o del trabajo humano, transformador del  mundo, En  el  fondo, ese  conjunto de  representaciones de situaciones concretas posibilitaba los  grupos populares una  lectura” de  la “lectura” anterior del mundo, antes de la lectura de la palabra.

Esta lectura” más  ctica  de la lectura” anterior menos crítica  del mun- do permitía a los grupos populares, a veces  en posición fatalista frente a las in- justicias, una  comprensión diferente de su indigencia.

Es en  este  sentido que  llectura ctica  de  la  realidad, dándose en  un proceso de  alfabetización o no,  y asociada sobre  todo  a ciertas prácticas clara- mente políticas de  movilización de  organización, puede constituirse en  un instrumento para lo que Gramsci llamaría acción  contrahegemónica.

Concluyendo estas  reflexiones en torno a la importancia del acto de leer, que  implica siempre percepción crítica,  interpretación y “reescritura” dlo leí- do,  quisiera decir  que,  después de  vacilar un  poco,  resolví adoptar el procedi- miento que  he utilizado en el tratamiento del  tema,  en consonancia con mi for- ma de ser y con lo que puedo hacer.

Finalmente, quiero felicitar a quienes idearon y organizaron este congre- so. Nunca, posiblemente, hemos necesitado tanto de  encuentros como  éste,  co- mo ahora.



12 de noviembre de 1981



En Freire,  Paulo (1991), La importancia de leer y el proceso de liberación, México,  Siglo
XXI Editores.




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